La generación de nuestras madres vivió doblemente sometida y explotada, “liberada del campo y de la fábrica” según la propaganda oficial del franquismo para ser relegada a las cuatro paredes históricas, a la eterna minoría de edad que las privaba de voluntad y de poder. En su diccionario no existía la palabra “derechos”; eran las primeras en el trabajo, pero sus necesidades estaban en último lugar; sus responsabilidades eran muchas, pero tenían que inventarse cada día los recursos para afrontarlas; interiorizaron que debían ser abnegadas y sumisas y olvidaron sus preocupaciones y sus deseos para ocuparse de su familia cada día y a todas horas. Sin embargo, procuraron para sus hijas las oportunidades que a ellas se les habían negado: nos enseñaron a coser y a bordar, pero nos animaron a estudiar no sólo para “labrarnos un porvenir”, sino para que fuéramos más libres y lucháramos por nuestros derechos; nos enviaron a la universidad, que era el punto más lejano en su universo aunque estuviera a cincuenta kilómetros de casa; lo hicieron con más empeño que medios y nos abrieron una ventana al mundo en cada libro, en cada asamblea de estudiantes, en cada noticia de lo que ocurría en Vietnám, en Francia o en Estados Unidos; sentíamos su complicidad y su solidaridad cuando nos incorporamos, en la dictadura y en la transición política, a la lucha por la democracia y asistían a nuestras confidencias juveniles con una mezcla de pudor y respeto cuando hablábamos de libertad sexual, de anticonceptivos o de las relaciones de pareja; fingían que se escandalizaban con nuestras minifaldas y nuestros peinados despeinados pero, en realidad, participaban de nuestro descubrimiento de la vida con satisfacción y sorpresa, imaginando en nosotras la realización de unos proyectos para los que les habían cortado las alas, pero que también eran suyos porque habían contribuido a forjarlos…
Muchas de ellas no han ido nunca a una manifestación el 8 de marzo, siguen por la tele o por la radio los testimonios de mujeres que hablan de la larga lucha contra la discriminación y siguen pensando que esto es una tarea de la gente joven; pero ellas nos hicieron feministas sin saber lo que era el feminismo, nos señalaron un horizonte y nos animaron a ensancharlo, nos educaron en el compromiso y fueron artífices de la igualdad en tiempos difíciles. Por todo ello, merecen nuestro reconocimiento: son nuestras madres del 8 de marzo.
Ana Moreno Soriano
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